Si te cruzas con algún fantasma aquí adentro, simplemente ignóralo; pero si se pone fastidioso, recítale algún verso en voz alta, que con eso será suficiente... (Si te toman por loco, no es culpa mía.)

martes, 29 de diciembre de 2015

Raquel



Te digo, Raquel, que la enjundia del tiempo ha coronado sus resurrecciones. Debes creerme, ellos son los hijos de aquellos que se internaban en mis sueños e intentaban fagocitarme. Sí, los herederos de las estirpes ominosas, sacrílegas en deformidades, impregnadas de olvido y espanto. Han sido, noche tras noche, amor mío, un destilar siniestro, imparable. Pero te aseguro que yo he intentado combatirlos con todas mis fuerzas… Te quiero, Raquel; de algún modo luché contra ellos gracias al amor que siento por vos. Estoy investido con tu fuerza, con tu pasión. Porque ¿sabés?, el amor nos da fuerzas, Raquel. Vos nunca terminaste de creer que yo te amaba, ¡y cuánto te amaba y te amo, mujer de mi vida! Creo que, en realidad, vos nunca creíste en el amor o, mejor dicho, nunca creíste que un hombre pudiese amarte de verdad. Y eso me lleva ahora a pensar que, en realidad, quizá yo solo haya sido una excusa para vos, un escape. Que acaso nunca me amaste… Ahí están, Raquel, otra vez están acechándome, intentan rodearme. Se esconden tras las sombras, pero yo puedo verlos. ¿Solo fui la encarnación de la pasión para vos?, ¿nada más? Digamos que fui algo pasajero, carne que acallara los llantos de tus deseos más íntimos. No importa; yo te amaba y te amo y, de cierta manera, fui feliz. Me están cercando, Raquel. Puedo sentir sus garras, creo que una de sus uñas me ha rozado la mejilla. Siento asco, Raquel, son perversos, muy perversos. ¿Te acordás de nuestro primer encuentro? Cuánta pasión nos abrazó aquel día.  Y cuánto amor de mi parte. No de la tuya; ahora, como te digo, me doy cuenta. Es feo darse cuenta que tu corazón nunca latió por mí. Es feo, Raquel, muy feo, sentir cómo me rozan, cómo me cercan. Ellos quieren llevarme; siento que me abrazan, son muchos, son Legión. ¿Hay algo más grave que el desamor? Yo, que me entregué al amor con tanta fuerza y con tanta sinceridad, repentinamente, me estoy quedando sin voluntad para luchar. ¿Sentís las campanas, Raquel?, ¿por quién tañen?, ¿por vos o por mí? Les acabo de escupir en sus rostros, y en sus garras. Hay muchas garras y muchos rostros, y son algo deformes. Recuerdo cuando me sonreías, amor, y cuando me acariciabas. Y yo te besaba, yo buscaba tus labios y tus manos, una y otra vez, y vos estabas distante, tan distante. Ahora me doy cuenta. Te digo, Raquel, que la enjundia del tiempo ha coronado sus resurrecciones. Debes creerme, ellos son los hijos de aquellos que se internaban en mis sueños e intentaban fagocitarme. En aquel momento yo estaba solo, muy solo y vos apareciste para salvarme de las tinieblas. Y entonces yo tuve la fuerza para combatirlos, a ellos, a los demonios perversos. Pero ahora me doy cuenta, con inmensa tristeza, que todo fue una farsa… Me dejé llevar por los sentimientos, qué estúpido. Me arrastran, Raquel. Me estoy alejando. Como vos te alejaste cuando parecía que estabas tan cerca, pero estabas tan lejos; tus ojos miraban hacia otro lado y yo creía que me amabas. Sus ojos, Raquel, son horrendos y me están mirando. Ya me voy, amor, ahora que ellos -y que vos, al fin- están a mi lado. ¿Son tus ojos, Raquel? Esos ojos, estos ojos que veo, tan vacíos de amor, tan horrendos, ¿son un espejo de aquellos que no me miraban mientras yo te adoraba?

El infierno, Raquel, es la falta de amor. Es la mismísima soledad del alma.

¿Por quién tañen las campanas? ¿Las oyes, amor mío?

Soy una sombra Raquel, un ser ominoso abandonado a su suerte, en medio de la noche del alma, cuajada en tañidos; acaban de sepultar mi alma.

La enjundia del tiempo ha coronado sus resurrecciones;
tañidos insomnes los han despertado.
Los espectros, en la profundidad de un sueño, buscan el amor,
a su Raquel, a tantas Raqueles como amores imposibles hayan existido.
El infierno definitivo es la soledad.

Raquel, quizá, despierta y, quizá, razona su pesadilla, sale a la calle y va en busca de su amor… Ella gira su rostro. Alguien está observándola.  Siente, de pronto, el tañido de una campana.

O acaso es el hombre que, quizá, despierta y, quizá, razona su pesadilla, sale a la calle y va en busca de su amada… Él gira su rostro. Alguien está observándolo. Siente, de pronto, el tañido de una campana.

¿Por quién tañen las campanas? ¿Las oyes, amor mío? 



domingo, 29 de noviembre de 2015

Monogamia



I

Todas las noches, desde mi primera noche de encierro en aquel sombrío calabozo, Lilith me alcanzaba la comida. Tal era el nombre que creí escuchar de sus labios carmesíes, cuando al fin, en una de sus consabidas visitas nocturnas, me animé a preguntarle quién era ella. Lilith, me había dicho en tono muy bajo, para luego darse media vuelta y retirarse sin hacer el más mínimo ruido.

Así, los días de mi confinamiento, como víctimas aletargadas de un reloj herrumbrado o artrítico pasaban con funesta lentitud. A la vez, como era de esperar, mis esperanzas de libertad iban diluyéndose en un aciago oprobio. Lilith pasó a ser, de ese modo, mi único, y diría, extraño contacto con el mundo.

Irreductible el pánico al encierro. Irreductible la humedad y el silencio que rodeaba los barrotes y las paredes de mi forzosa estancia. Irreductible el llanto de un hombre que sabe de antemano que no habrá de recibir socorro alguno.


II

Esa noche, Lilith había dejado el magro plato de comida no sin antes mirarme fijamente; tan profunda e inquietante había sido esa mirada… Sin temor a equivocarme, escuché el sonido de su voz a través de sus párpados azulados. Incluso, el sonido de sus palabras parecía provenir desde más allá de sus párpados y de sus férreas pupilas. Como si desde una profundísima distancia alojada en alguna zona de su alma, Lilith me hubiese hablado sin siquiera mover sus labios para instruirme u ordenarme una hazaña imposible.


III

Sueños extraños, pesadillas innombrables, acaso producto de mi encierro brutal, se habían sucedido noche tras noche sin darle tregua a mi mente febril. Los dolores indecibles, los jadeos, el ardor en mi pecho… Entonces, comprendí –o creí comprender- que aquel suceso extravagante, la escucha de la voz de Lilith a través de su mirada extática, esa orden intraducible, esa especie de pedido de socorro proveniente desde la bóveda de su corazón –porque con posterioridad tuve la descabellada idea que de eso se trataba su comunicación-, también había sido un sueño de pesadilla.


IV

Debajo del plato de comida encontré la llave de mi celda. Al abrir la puerta, demasiado jadeante y tembloroso, entendí que Lilith estaba esperándome.

Ella, acto seguido, tomándome de las manos me condujo a otra estancia; una especie de habitación semicircular, más oscura y más húmeda -y quizá más terrible- de lo que había sido el lugar de mi encierro. Caminando con decisión se dirigió hacia un rincón de la habitación. Luego, abrió un oscuro cofre, de apariencia oblonga, que se hallaba sobre una especie de taburete. De su interior extrajo una daga. La puso en mis manos:

-Te ayudé a escapar –me dijo-. Ahora es tu turno de ayudarme.

Tomé la daga con furia y con espanto… Demencialmente, lo entendí todo.

Cumplí con mi deuda.


V

Arremetí, vehemente, contra el pecho de mi víctima. Le atravesé el corazón.

Recuerdo que la tapa de aquella inmensa caja había caído con estrépito contra el suelo de piedra.


VI

Me casé con Lilith. Somos felices en nuestra morada. Sin embargo, ella dice que es imposible mantenerse fiel durante tanto tiempo, que deberé dejarla –si es que puedo, aclara- antes de que la rutina la lleve a hacer algo que no querría hacer conmigo.

Cuando me dice estas cosas sonrío y me toco el pecho. Quizá para recordar el ardor primigenio, aquel escozor sutil pero excitante, terrible pero libidinoso, cuando los dientes filosos de Lilith me transformaron en lo que soy.

(Maté a su exesposo con una daga. Quién sabe qué instrumento le entregará a su futuro amante para darme muerte cuando llegue el momento. Porque me tiene hechizado y lo sabe… ¿Tendré escapatoria?)

Es verdad. Quizá el camino de la eternidad sea un trecho demasiado extenso para mantenerse fiel. Y dado que las leyes de nuestra secta versan acerca de la imposibilidad de la poligamia…

No me quedará otro camino que escapar a tiempo…  Pero Lilith es tan hermosa…   

Por lo pronto, sellaré los calabozos del sótano esta misma noche.


FIN



jueves, 12 de noviembre de 2015

El desquiciado amor de un pez-pájaro


Porque cuando amas a una mujer toda tu vida se desborda de sueños; se mitigan tus padeceres, se diluyen tus sombras y tus lágrimas. Porque cuando la ves sonreír, los cauces de tus ríos interiores estallan, y peces multicolores nadan, y aletean, o vuelan como pájaros escamados, peces-pájaro, peces voladores, pájaros marinos surcando las olas de una esperanza inconmensurable –y acaso irracional, como todo amor- que habita en el cielo acuoso de tu sangre.
 Nadas, entonces, dentro de ti mismo y hacia ti mismo, nadas hacia el fondo de tu alma, como un pez, o como un pájaro insomne de impermeables alas, repechando latidos estentóreos -pero no fútiles-, y navegas, y buceas: vas en su búsqueda. Ella está allí, en el centro de tu alma. Entonces, la abrazas, y al abrazarla te salvas. Ya no te sientes solo (acaso ya nunca estés solo).
 Un amor desbordado de anémonas  violáceas te rodea, te contiene, te arrulla en sus fauces. Y la amas, tanto la amas… Sabes que aunque alguna vez ella decida recorrer otros caminos, su imagen, su perfil, su piel, su mirada, su respiración habitará en ti de un modo tan real como tu propia sangre; te acompañará por siempre. Capturada en tus sueños, será tu musa, tu princesa; será el verbo exacto de tus versos. A su vez, esa imagen tan tuya, fundida a la mismidad de tu amada, se conectará con su alma, y así, su corazón sentirá, con cada amanecer, con cada estrella, con cada aroma, la fuerza demoledora de tu amor... Tampoco ella volverá a estar sola, nunca jamás.  
Disfruta, y por qué no, padécete sin miedo de este amor. Gózalo en tu recóndita intimidad -arreciada de luz y de risas-. Gózalo, además, con tus lágrimas, gózalo en sus ausencias irreales. Sé feliz, sé brutal en cuanto a tus miedos; no les permitas vencer.
Acércate a un precipicio temerario y arrójate, despéñate, húndete, bucea…
Transfórmate en pez-pájaro, vuela… Ve hacia ella… Que ella te sienta llegar; recuéstate en su pecho, anídala. Bríndale toda tu gratitud, agasájala. Ámala sin más, ámala sin pedirle garantías ni retribuciones.
Dile que la amas, díselo con tu sangre, con tu mirada, con tus besos. Sé uno con ella. Luego, dale libertad. Que ella, sin duda, aunque los vientos tormentosos de las circunstancias la alejen, tarde o temprano, habrá de regresar a ti.





miércoles, 21 de octubre de 2015

Insomnio



En plena madrugada, el insomnio acalló mis temores más sombríos; arduamente recorrí callejas ciegas, innombrables. El tiempo se bifurcaba hacia lo pretérito y viscoso. Me levanté de mi cama y, con los brazos en alto, tenue, asido a la gloria del anonimato -cuya sustancia está forjada con la aniquilación de la otredad-, me sentí un dios en medio de un océano de silencio y de vacío. Descubrí la nada del mundo antes del Ser. Luego, vi otros soles de otros mundos forjándose. Vi el parir de miles de estrellas y un reloj que en su plena eternidad giraba a contramano… Su tic tac retumbaba por los incontables universos, cada vez más fuerte, más fuerte…

Más fuerte…

Desperté.

O quizá no.

Quién sabe.




sábado, 27 de junio de 2015

Te regalaría...



Te regalaría mis ojos por un instante, para que pudieras verte, es decir, para que pudieras verte como yo te veo; entonces contemplarías la maravilla, el ensueño, la locura… 

Luego, te regalaría mi corazón por un instante, para que pudieras sentir cómo estalla en tu pecho un clamor insensato, brutal; para que pudieras apreciar, en el vibrar de esos estertores rítmicos e interminables, el origen, y el destino, de la fuerza que impulsa mi sangre...

Y te regalaría mi alma por un instante, para que pudieras atestiguar, en los contornos de su aura, una música celestial cincelada con las notas de tu nombre...

Entonces, lo entenderías todo, y ya no necesitaríamos volver a expresar palabra alguna… En el íntimo silencio seríamos uno, la totalidad, lo intemporal, el mismísimo universo...


César Augusto Pacheco