Campanas de otoño
Primer momento:
El tañido de una
campana
dibuja sobre un templo
amarrado a un horizonte
marino
la música de horas
pasadas,
y entonces, a la vez
escucho
el tono de tu risa
devenida carcajada,
elixir de aquella tarde
tan distante,
sinfonía y sustancia
de un recuerdo
imborrable.
El deseo pervive,
trasciende los
almanaques,
subyuga los anaqueles
de mi memoria
brotando de la fuente
invencible
del amor.
Como el mágico zoom
de una cámara forjadora
de
ensueños
el campanario se
acerca.
El paisaje, otrora
distante,
y las gaviotas,
y los árboles que
protegen
la costa del mar giran
en torno a mí.
Y de pronto te
vislumbro,
primero afantasmada,
luego tan real…
Y puedo ver
(puedo sentir)
el contorno de tus
finos labios
entrelazados a los míos
en íntimas horas
de pasión y de locura.
Y puedo ver
(puedo sentir)
la reliquia oculta
detrás de tus párpados
caídos
derribados por un
éxtasis gimiente
hacedor de latidos y
temblores.
Y hay jadeos y hay
saliva
y locura
de cuerpos amarrados
por las olas
y por la arena.
Que la hojarasca cese
en su caída
que se adormezcan las
olas
que el tiempo se
distraiga
en un tictac de agujas
impostoras.
Que se deshilvanen los
pasos indestructibles
del olvido.
Y entonces ocurre algo
mágico:
te siento y me siento
en una continuidad
invencible
de quietud y de
zozobra.
Sólo nuestro viejo y
eterno amor
nos contiene y nos
rodea.
Las hojas ya no caen,
el viento ya no sopla,
el mar ya no habla,
la campana frena en su
afán pertinaz
de tañidos y vaivén.
Ese mismo vaivén
que deja huérfano al
metal
y se apodera del
paisaje.
Todo oscila entonces y
como si estuviésemos
cayendo,
como si
interminablemente cayésemos
a la par de esas
láminas de nervadura
hijas del otoño.
Ya no importa la
quietud
ya no importa el
silencio
si estamos juntos.
Nada importa, si el mar
nos rodea
y estamos juntos. 1
Segundo momento:
Al borde de un
barranco,
rodeado de árboles,
un hombre solo
desecha una fotografía
al mar.
La imagen revela en su
caída
una copia del barranco.
Junto al barranco
una vieja iglesia (que
ya no existe).
Algo más atrás,
rodeados de árboles
flanqueados por el
océano,
el hombre y su amada
sonríen
en un momento de eterna
felicidad.
No sabe (no tiene por
qué saberlo)
que en la magia
contenida en la imagen
perviven, eternamente,
la pasión y felicidad
de aquel lejano instante.
En noches de luna
otoñal,
cuando las olas
acarician la arena
y el viento arrulla los
árboles,
(dicen), se puede
escuchar
el tañido de una
campana.
Tercer momento:
Al borde de un
barranco,
rodeado de árboles,
un hombre solo
no sabe (no tiene por
qué saberlo)
que acaso toda su vida
forme parte de alguna
otra fotografía.
Quizá tampoco sepa,
que detrás de él,
pisando sobre las hojas
marchitas,
unos pasos se acercan…
Quizá no sepa
(quizá nadie sepa)
que otras eternidades
habrán de ser
retratadas.
Desde las catacumbas de mi alma, con amor.... Rashek.